Por Fredy Fernández.

Nunca he sido seguidor de Joaquín Balaguer ni comparto la forma en que ejerció su práctica política. Por el contrario, siempre estuve entre sus más radicales opositores, especialmente en sus últimos diez años de gobierno. Fui tan radical, que por largo tiempo me negué a comprar sus libros para que no obtuviera ni el más mínimo beneficio económico.

Lo que más me molestaba, cuando andaba corriendo de la policía, era escuchar en voz de la clase oprimida, la razón de mi lucha, la dolorosa consigna que casi siempre se cumplía, como un presagio maldito: «y vuelve y vuelve. Eso me «quillaba» hasta más no poder porque casi siempre el hombre del sombrero volvía.

Para mi Balaguer, un mago que hizo parecer bueno «el camino malo», era la mismísima esencia del mal, un engendro maligno que repartía muerte y persecución por doquier, una especie de camaleón político caribeño capaz de «comerse un tiburón podrido sin eruptar». Un hombre chiquito de tamaño, pero con una ambición que llegaba hasta el cielo. Un Napoleoncito de plástico dotado de vida por no se sabe que Dios travieso.

Crecí odiando políticamente a Balaguer. Pero con el pasar de los años, cuando la rebeldía merma y la razón aflora, cuando las pasiones políticas de la juventud ceden ante la quietud de la edad, reconozco que si el éxito de un político se mide por llegar al poder, mantenerse y poner en practica sus ideas, el «muñequito de papel» ha sido uno de los políticos más exitosos de nuestra república. Con su «carita de pendejo», se sentó seis veces en la «silla de alfileres» y llevó los destinos de todos los dominicanos por veintidós largos años.

A veces en política no se suele reconocer el éxito de los adversarios. Pero si hasta ser regidor es una misión difícil, entonces imaginemos lo difícil que debe ser llegar y mantenerse en la cúspide del poder por tantos años. Diría mi abuelo, mi muerto más querido, que tal hazaña «no es paja de coco».

Estemos o no de acuerdo, el «hombrecito de Navarrete» fue un político de arriba hasta abajo, de norte a sur y de este a oeste. Un enigma capaz de ser varias cosas a la vez, una especie de medusa tropical de infinitas cabezas. Rebelde ante los americanos en el dieciséis, servidor leal y cómplice perfecto durante los treinta años de Trujillo, dictador férreo y sanguinario eficaz durante los doce años, a pesar de sus limitaciones físicas, un intento de demócrata en sus últimos diez años y el oráculo obligatorio de la casona de la Máximo Gómez en sus días finales. En fin, Balaguer siempre supo asumir el rol que el contexto político del momento le exigía para sobrevivir.

La tesis de la mano dura no es suficiente para explicar con objetividad este fenómeno de longevidad política. Para entender a Balaguer hay que adentrarse profundamente en la idiosincrasia nacional. Cómo bien dijo Joseph de Maistre «cada nación tiene el gobierno que se merece». Cuando un líder logra sus objetivos, sus seguidores son tan responsables como él del éxito alcanzado. No hay éxito político sin una estructura que lo soporte, así como no hay lideres sin seguidores. Todo crimen casi siempre tiene un autor de cuello azul y un ejecutor de manos ensangrentadas.

Todos fuimos Balaguer. Sus seguidores por brindarle apoyo y sus opositores por no ser capaces de evitar su ascenso al poder y no poder derrotarlo una vez establecido. ¿Nos quedó grande o fue demasiado habilidoso para escurrirse siempre de la mejor manera y salirse con la suya? Por el momento creo que la figura de Balaguer todavía hiede a conflicto y sabe a sal y que seguirá siendo un enigma por descifrar y juzgar por las nuevas generaciones.

Mientras tanto, Sr. Balaguer, la historia sigue su agitado curso y yo lo miro en la distancia, deseándole que esté en paz donde quiera que se encuentre, en el cielo con Duarte o en el infierno con Trujillo. Perdón por estos párrafos mi querido Amin Abel Hasbún, testigo mudo de hermosos y ensangrentados sueños malogrados por el Doctor.


El autor es politólogo

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